Tantas vidas sin contar
Un recorrido por alguna de las voces femeninas más
importantes de la literatura.
Chimamanda Ngozi Adichie, Virginie Despentes, Siri
Hustvedt y Margaret Atwood.
Tras el feminismo y lo que ha generado el #MeToo, han florecido las obras de
escritoras consagradas y contemporáneas.
Por: Yolanda Reyes
11 de marzo 2018, 09:00 a.m.
Parecía que todo estaba bien por fin: que las mayores del grupo se habían
puesto minifalda y nos habían dado ejemplo y habían decidido hacer el amor y no
la guerra, sin quedar embarazadas. Pero,
de repente, rebobinando la película, nos empezó a parecer que no bastaba con
que Yoko Ono posara desnuda en la cama con John Lennon. Y ya entradas en ejemplos, incluso esa imagen
supuestamente feminista valía más que mil palabras: una mujer que se hace
famosa justamente por ser “la mujer” de un hombre famoso, ¡ay!…
De Lennon, por libre asociación, se me ocurrió pasar a Charly García:
–Merce, vení –gritaba en un concierto en el estadio El Campín, en Bogotá. Y
Merce salía del camerino y cantaban juntos lo que Charly decidía.
–Merce, andate –decía después, cuando se le antojaba que ya había cantado lo
suficiente. Y Merce hacía mutis por el foro.
“Merce” era Mercedes Sosa. Fungía de
madre o de maestra y reaccionaba arrobada o permisiva frente a los caprichos de
Charly García, y el público aplaudía.
Nadie me lo contó: yo estaba.
¿Les parezco exagerada? Díganme,
entonces, si recuerdan, con la misma nitidez con la que se acuerdan de Yoko, a
la pareja (y no es accidental que evite el vocablo “marido”) de Janis Joplin o
de Joni Mitchell o si, hablando de libros, que es el tema que nos ocupará en
las páginas siguientes, pueden decir el nombre de un “marido de escritora”, así
como seguramente se les vienen a la memoria, de tanto que los han machacado en
las revistas, los nombres de las esposas de Borges, de Vargas Llosa o de García
Márquez. Díganme si aparte de los pormenores
domésticos indispensables que ellas atendieron (mercado, maletas, cuentas,
niños, comidas y agasajos) para que esos maridos se dedicaran al arte de
escribir, sabemos algo sobre sus proyectos personales. Además de ser “esposas
de escritores”, ¿qué estudiaron, qué inventaron, qué soñaron?
¿Qué dejaron de ser para ser-esposas-de-escritores?
Casi a punto de terminar la segunda
década de este nuevo milenio descubrimos que la utopía del viejo feminismo no
bastó. Súbitamente –o quizás de forma
no tan súbita– redescubrimos con horror pequeños detalles protagonizados, y
ahora releídos, por nosotras mismas. Nosotras, las que solíamos burlarnos de
las supuestas feminazis con sus caras
lavadas y sus consignas y sus militancias; nosotras, las que creíamos haber
elegido con absoluta libertad nuestras parejas esporádicas o permanentes, el
tiempo apropiado para tener hijos –o la potestad de no tenerlos: eso creíamos–, abrimos los ojos y descubrimos escenas que, a
fuerza de no pasar por las palabras, se nos habían pasado por alto. Y de repente alguien a nuestro alrededor se
atreve a abrir un abanico de incómodas preguntas: ¿Qué tanta presión implícita o explícita nos llevó
a buscar pareja, a tener hijos, a tener este escarceo o esta relación?Y, como sucede y se dice ahora, las preguntas se
fueron “viralizando”. ¿Qué tanta libertad tuvimos al elegir la profesión, y qué
tantas condiciones de equidad durante el ejercicio de las artes y de los
oficios? ¿En qué medida fuimos/somos víctimas de juegos masculinos que
mezclaron/mezclan sexo con poder y que no habíamos llamado por sus nombres?
Además de ser “esposas de escritores”,
¿qué estudiaron, qué inventaron, qué soñaron?
¿Qué dejaron de ser para ser-esposas-de-escritores?
Nosotras
también, We too. Nosotras, mucha gente, empezamos
a sentirnos colectivamente interpeladas, como si una grieta debajo de la
alfombra se hubiera hecho visible y nos hubiera movido el piso reluciente que
creíamos pisar. Y una vez abierta la grieta, es
patente la magnitud de la ruptura. Que conste que ya les habíamos advertido,
podrían cobrarnos, y no les faltaría razón, Virginia Woolf y nuestras mujeres
tutelares. Entonces volvemos a buscar ese viejo ejemplar de Una habitación propia y releemos esas palabras que
alguna vez nos sabíamos casi de memoria: “Pero,
dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara sobre las mujeres y la novela,
¿que tendrá eso que ver con una habitación propia?” Volvemos a tomar ese pequeño manifiesto que
nos fuimos pasando unas a otras, de mano en mano. Y en esa habitación propia donde Woolf había citado, junto
con Jane Austen, George Elliot y las Brontë, “una acumulación de vidas sin
contar”, (vidas de mujeres que, a pesar de compartir apellidos o talentos con
los varones de sus casas, no fueron a la escuela ni a la universidad ni
trabajaron), se van reuniendo más voces, de antes y de ahora.
Entre una conjunción de miradas y de enfoques diferentes, de ficción y no
ficción, (y ya que estamos en esto de los géneros, ¿no se vuelven también cada
vez más porosas las fronteras entre géneros literarios?), se apilan en mi mesa fragmentos de novelas,
ensayos, manifiestos. Virginia Woolf, puesta boca
abajo, conversa con Margaret Atwood, y su Cuento de la criada –una
novela sobre un futuro imaginario en el que las mujeres pierden el nombre, la
voz, la libertad y los derechos– parece más probable en estos tiempos que en la
Inglaterra victoriana. A su lado, y tomando algunas voces que Woolf ya había
citado, la voz sarcástica de la chilena Lina Meruane emprende una nueva
peregrinación para recordar luchas de otras mujeres que intentaron caber, a
veces sin demasiado éxito, en las revoluciones de “La Historia”, y su
diatriba Contra los hijos muestra
un panorama de todo lo que hemos avanzado y también de todo lo que podemos
retroceder en esta historia que nada tiene de lineal.
Hay
autoras de estos tiempos que nos revelan otros paisajes femeninos: Chimamanda Ngozi Adichie y Taiye Selasi, por citar
dos ejemplos, exploran las bisagras entre el conocimiento íntimo de las mujeres
africanas que patina por su sangre y la distancia que les otorgan la lectura,
la escritura y el hecho de haberse educado en otro lugar. Ese distanciamiento de las raíces para mirarlas
desde otra perspectiva es una constante en novelas como Americanah, de Adichie, y Lejos de Ghana, de Selasi. Sus personajes femeninos
afrontan la extrañeza del tránsito entre África y América del Norte y la mirada
sobre “lo femenino” se distancia de los tópicos de exportación ligados a África
para develar la complejidad de los países particulares (Nigeria, Ghana), con
sus ciudades enormes, parecidas a las nuestras, con sus desigualdades, sus
olores, sus ruidos y sus tensiones. En esos mundos urbanos emergen los
problemas de siempre: las madres, las
parejas, las relaciones y, por supuesto, el significado de ser una mujer de
raza negra que viene de África y que a la vez es de Estados Unidos. La literatura se asume como una forma de conjurar
lo que Chimamanda Ngozi Adichie ha denominado “el peligro de una sola
historia”, y esa propuesta se refleja en la búsqueda de otros formatos y de
muchas maneras de escribir: el blog, la ficción, la crónica, y la simbiosis
entre la vida emocional y las ideas. Todo se mezcla.
Lectoras
y escritoras que se acompañan, que discuten, que arriesgan formatos y que, por
supuesto, no están de acuerdo en casi nada: salvo en esa brecha que Martha Nussbaum traduce en
cifras para revelar cómo todas las discriminaciones terminan recayendo y
multiplicándose en las mujeres más pobres. En
el fondo, vuelve a leerse entre líneas el leit motiv que
la periodista Betty Friedan, citada por Meruane, vio mientras estudiaba el
descontento generalizado de las madres norteamericanas del baby boom de los sesenta, rodeadas de niños y de
electrodomésticos, y al que denominó “el malestar que no tiene nombre”. Quizás
la prueba de que ese malestar no está resuelto aún es esa interminable pila de
libros que va mostrando un tapiz de muchos hilos, aún sin terminar. Quizás está
llegando la hora de llamarlo por su nombre.
Para no caer en la trampa de que alguien considere este recorrido por voces de
mujeres con esa idea estereotipada de una supuesta (y poco trabajada) oralidad
femenina, me he concentrado en la escritura. Y para evitar también ese otro
estereotipo que rotula como “literatura femenina” a cualquier libro escrito por
mujeres que se ocupe de la situación pasada o actual de las mujeres, aclaro que
esto no pretende ser un panorama literario y que tampoco estoy equiparando el
tema con la calidad, sino que estoy
haciéndole al lector de cualquier género una invitación a rastrear un problema
cultural que ha sido un denominador común en muchos textos escritos por mujeres
de épocas y latitudes diversas y
que hoy, en buena hora, se considera crucial para toda la humanidad.
Para no caer en la trampa de que
alguien considere este recorrido por voces de mujeres con esa idea
estereotipada de una supuesta [...] oralidad femenina, me he concentrado en la
escritura.
El escaso o ningún
diálogo que ha suscitado la mención a las condiciones desiguales entre géneros
y la mezcla de benevolencia, frivolidad o ironía, por no hablar de negación,
con la que ha sido tratada por parte de muchos varones parece parte del
problema. Quizás es más cómodo negar que
la historia de la humanidad que conocemos se sustenta, en gran medida, en una
división entre dos grupos: uno que ha sido excluido y otro que, sin saberlo o
sin querer saber del todo, se ha beneficiado. Por supuesto, es comprensible que
esa división haya sido más urgente de señalar por parte del grupo excluido,
pero eso no implica que tenga que seguir así.
II
“¿No
habíamos concluido que ya estaba passé el
feminismo, que podíamos olvidarnos de sus lemas porque habíamos vencido? Craso
error, señoras y señoritas”, dice Meruane en Contra los hijos. Según su diatriba, el inventario de luchas
femeninas se está resquebrajando con la idea contemporánea de la maternidad perfecta (leche materna a libre demanda, pañales
ecológicos y papillas libres de gluten, preparadas por devotas madres, a la vez
trabajadoras y amas de casa, y, por supuesto, siempre exhaustas, que,
¡agradecen! –en vez de reclamar– la ayuda brindada por los padres de los
niños). “El viejo ideal del deber-ser-de-la-mujer no se bate fácilmente en
retirada, solapadamente regresa o vuelve a reproducirse tomando nuevas formas”,
advierte la autora, quien además de reclamar el derecho femenino a no tener
hijos, se convierte también en una lúcida crítica de esa invención
contemporánea que ella denomina “su majestad, el niño”. “Esa raza de hijos ya no es nuestra, sino más bien
el instrumento que la sociedad ha creado para censurar como nunca nuestra
libertad”.
El control patriarcal de la procreación parece seguir siendo una estrategia
eficaz para restringir la libertad de las mujeres, como lo demuestran las
religiones y también, cada vez más, los enfoques políticos conservadores. La
reciente reedición de El cuento de la criada,
que ha sido comparada con 1984, de George Orwell, narra un futuro imaginario
–eso esperamos–, en el que Estados Unidos se ha convertido en la República de
Gilead, un régimen teocrático, que paradójicamente se ha instalado en
Cambridge, donde estuvo la sede de la universidad de Harvard. Según la fábula de Atwood, en esos tiempos futuros
la reproducción de la especie está amenazada y las mujeres han sido organizadas
en un rígido sistema de castas con roles inamovibles y definidos por el
Estado. “Las criadas” son las mujeres
designadas para servir de vientres y son “fecundadas” por los Comandantes, pero
los hijos no son de ellas sino de las Esposas de los Comandantes, quienes
también participan, de una forma extraña y grotesca, en el acto de fecundación.
En la novela, las palabras son una forma de resistencia: una forma de no
desaparecer. “Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido –relata la
protagonista–… Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza
pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca.
Así, de una cama a otra, comunicábamos nuestros nombres: Alma, Janine, Dolores,
Moira, June”.
Defred, el nuevo nombre de esa mujer a quien se le han arrebatado la identidad
–su nombre de pila– y todos sus derechos, se las ingenia, en el sentido preciso
del término, para dejar una constancia con palabras, con la remota esperanza de
que algún lector la encuentre. En la introducción que Margaret Atwood escribió
a la nueva edición de esta novela –“premonitoriamente” en el año del triunfo de
Donald Trump–, llama “literatura testimonial” a la escritura de la
protagonista. “Defred registra su historia como
buenamente puede; luego la esconde, con la confianza de que, con el paso de los
años la descubra algún ser libre, capaz de entenderla y compartirla. Es un acto de esperanza: toda historia registrada
presupone un futuro lector”, dice la autora.
En
una de sus columnas de Arcadia titulada “Los
engaños de las mujeres”, Carolina Sanín reflexiona sobre el secreto de la
identidad y su relación con las narrativas que el patriarcado atribuye a las
mujeres: “Nos contamos una y otra vez esta historia que insiste en la lascivia
de las mujeres y en su capacidad para ser adúlteras y adulterar la identidad de
los hombres haciéndolos pasar por criminales para recordarnos que, a diferencia
de la maternidad, la paternidad es dudable; que nadie puede saber de qué hombre
es hijo y ningún hombre puede saber de quién es padre; que es la mujer, y solo
ella, quien conoce el secreto de la paternidad y de la filiación, el secreto de
la identidad fundamental en el patriarcado”.
La escritora Siri Hustvedt se suma a la conversación sobre la formulación de la
identidad de las mujeres como un acto cultural con significados
cambiantes: “No es que no haya diferencia entre
hombres y mujeres, de lo que se trata es de cómo elegimos formularla. Cada
época ha tenido su ciencia de la diferencia y de la identidad, así como su
biología, su ideología y su biología ideológica”, leo en su novela El verano
sin hombres, que se mueve entre la ficción y la no ficción, como si
se tratara de una cinta de Moebius, y que interroga a las neurociencias y a la
biología, como disciplinas también históricamente cambiantes, para trazar otro
recorrido por las formas históricas (y obviamente, masculinas) que han
intentado explicar el eterno misterio de los cromosomas xy. En la apuesta literaria de Hustvedt vuelve a
ser patente su forma de trabajar las conversaciones femeninas: sus personajes
de todas las edades son complejos y versátiles y sus formas de relacionarse y
de pensar demuestran un conocimiento profundo de la inteligencia, de las formas
cada vez más sofisticadas de interpretar la realidad de las mujeres
contemporáneas y de su vida psíquica.
“ … No recuerdo haber abierto un libro en mi vida que no tuviera algo que decir
sobre la inconstancia femenina. Las canciones y los proverbios hablan todos de
la volubilidad de la mujer. Pero quizás usted dirá que todos ellos están
escritos por hombres... Y por favor no haga usted más referencia a los ejemplos
de los libros… Los hombres tienen todas las ventajas a la hora de contarnos su
propia historia. Han recibido la más esmerada educación a la que se pueda
acceder; la pluma siempre ha estado en sus manos. No admitiré que los libros
sean prueba de nada”.
Esa cita que toma Hustvedt de Persuasión, de
Jane Austen, parece puesta no solo para rendirle un homenaje, (como si quisiera
decirle que la literatura se está tomando en serio la indagación sobre lo
femenino, desde diversas disciplinas), sino para insistir en esa gran
preocupación que hemos rastreado sobre quién escribe las historias (y La
Historia). Si durante tantos siglos, y salvo las excepciones que por fortuna
están cobrando cada vez mayor protagonismo, fue el punto de vista masculino el
que definió las reglas de un mundo en el que había más espacio para unos que
para otras –y aquí me parece pertinente la duplicación del lenguaje– ese punto de vista tiene que haber afectado la
estructura profunda de la psique humana y cambiarla supone una revolución que
tomará bastante tiempo y que necesariamente pasa por las palabras.
Sin embargo, no solo se requiere modificar la estructura simbólica del mundo
sino también la realidad. “Según una compleja medición que incluye la
expectativa de vida, la riqueza y la educación, no hay país alguno que trate a
su población femenina igual de bien que a la masculina”, afirma Martha Nussbaum
en su ensayo Las mujeres y el desarrollo humano,
y cita una compleja medición que fue recogida en el Informe de desarrollo humano del PNUD, en 1977: “Las mujeres carecen de apoyo en funciones
fundamentales de la vida humana en la mayor parte del mundo. Están peor
alimentadas que los hombres, tienen un nivel inferior de salud, son más
vulnerables a la violencia física y al abuso sexual”, dice Nussbaum y cita un concepto: el de “las
mujeres faltantes”, que de cierta forma ha atravesado estas páginas.
Sin embargo, no solo se requiere
modificar la estructura simbólica del mundo sino también la realidad
De modo que esto de
nombrar las voces silenciadas no es un capricho ni una queja –o sí: por
supuesto que también es una queja– y
aunque está claro que tiene que ver con condiciones materiales, requiere una
revolución psíquica que se hunde en los años en los que se graban las imágenes
y los conceptos más nítidos y más difíciles de modificar: los de la infancia.
Si como dice Chimamanda Ngozzi Adichie en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, “no hay una norma
social que no pueda cambiarse”, el hecho de instalar una cultura que valore la
educación y la independencia de todas las mujeres es un imperativo de estos
tiempos. “Considero de una urgencia moral mantener conversaciones sinceras
acerca de educar de otro modo a los hijos, de crear un mundo más justo para
hombres y mujeres”, dice Adichie y no solo está pensando en las mujeres cuando
afirma que “la masculinidad es una jaula muy
pequeña y dura en la que metemos a los niños”.
A través de estas páginas que simplemente sirven de abrebocas para que cada
quien comience a explorar ese otro lado –esas “que faltan”–, hemos leído frases
recurrentes y, por supuesto, variaciones: al fin y al cabo, los años van pasando y hablar de
escritura de mujeres hoy es hablar de una complejidad cultural inagotable que
cada vez ahonda más en diversas formas discursivas y que si bien no se circunscribe a ese otro
estereotipo de los llamados “temas femeninos”, –¿cuáles no lo son?– se refleja
en una literatura que toma en serio la idea de Virginia Woolf , retomada por
Siri Hustvedt, de escribir con todo el cuerpo. Los lazos de familia que tejen
las historias de Clarice Lispector y que van escudriñando los cuerpos
femeninos, su erotismo, sus voces y sus dramas cotidianos; la historia de
terror sobre la maternidad que narra Doris Lessing en El quinto hijo, y su exploración de las nuevas
formas de organización de las mujeres, la indagación de María Teresa Andruetto
alrededor de Lengua Madre para captar los
acentos, los silencios y las tensiones que se van sedimentando entre
generaciones de mujeres, y también los recientes movimientos de escritoras que
buscan llamar la atención de los lectores frente a las condiciones de su
trabajo, ilustran esa búsqueda conjunta que se ha emprendido, aquí y allá, para
mirar un panorama más amplio, levantadas en los hombros, en los esfuerzos, en
los cuerpos (o en el corpus) de otras.
Quizás
cuando la francesa Virginie Despentes enuncia su voz potente para hablar del
feminismo lleva en ella la de Simone de Beauvoir, aunque sea tan distinta e
incluso le suene extraña. “Escribo desde
la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal
folladas, las infollables, todas las excluidas del gran mercado de la buena
chica, pero también para los hombres que
no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben cómo,
los que no son ambiciosos, ni competitivos, ni la tienen grande. Porque el
ideal de la mujer blanca, seductora, pero no puta, bien casada pero no a la
sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre,
delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente
joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero
no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buena ama de casa
pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz
que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de
parecernos, aparte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa,
nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista”.
Es posible, parafraseando a Despentes, que además de todas las mujeres que
menciona en su Teoría King Kong, existan muchas más, infinidad
de mujeres, de las que nunca se ha dicho una palabra y por eso escribir tiene que ver con esa nutrición simbólica
que es el sustrato para repensar la vida. Ojalá cada día se agreguen más páginas, más
versiones y más formas de expresión y de escritura al palimpsesto para que cada
mujer vaya juntando las palabras necesarias, y pueda contar, contarse y ser
contada, con toda la polisemia que guarda esa palabra. O como diría Chimamanda
Ngozzi Adichie en Querida Ijeawele: Cómo educar en el
feminismo, para que cada mujer, desde la infancia, pueda ser
valiente y ser sincera, y sea alabada, sobre todo cuando necesite nombrar,
pensar y pronunciarse sobre las cuestiones más difíciles. recuperado de:
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